martes, 16 de mayo de 2017

DESCARGO

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Si usted va a leer esta publicación le recomiendo preparar una tacita de café y reproducir Bitter Sweet Symphony de The Verve, para crear el ambiente adecuado, o simplemente porque es una hermosa canción que merece ser escuchada, no la olvide. Ahora sí, continúe.

Cambiarse de casa es, por decir lo menos, abrumador, unas veces más que otra. Esta ha sido la primera vez, desde que me independicé, que cuento con ayuda masculina y ha sido genial, aunque no dejó de ser agotador. Es normal sentirse cansado, rendido físicamente, pero hubo algo que me aniquiló emocionalmente, pero que me sirvió para poner fin al duelo que de una u otra manera estaba guardando desde fines de marzo.

Creo que todos tenemos a diario diferentes alteraciones… experiencias que nos marcan. No soy fanática de publicar mis problemas en redes sociales, sí escribo sobre las banalidades que vivo para hacerlos reír o para que se identifiquen y sepan que no están solos, escribo sobre lo que me molesta porque creo que la indignación es el combustible del cambio, pero si me peleo con mi novio, si lloro de felicidad o tristeza acá muy difícilmente lo van a ver. Aprendí, como aprendemos los seres humanos tercos, “por las malas” que es mejor reservarse las cosas importantes porque, así como hay gente que te quiere bien, hay mucha gente que disfruta de tus desgracias.

 Mi carácter es “difícil” lo sé, prefiero decir las cosas de frente aunque duelan que sonreír a alguien y posteriormente despedazarle a sus espaldas. Si digo algo a la cara le doy opción a esa otra persona a demostrar que estoy en un error, pero no todo el mundo lo ve como una oportunidad sino como un ataque, lo que convierte mi “sinceridad” en un gran defecto y es este desperfecto – que no viene de fábrica, sino de transitar por los caminos imperfectos de la vida- el que hace que mucha gente se aleje de mí y me parece PER-FEC-TO, a mí no me gustan los cobardes. También soy una persona que perdona con la misma rapidez con la que se resiente siempre que haya una disculpa sincera de por medio, porque soy humana y entiendo que todos tenemos fallas. Yo he hecho horrores de los que me arrepiento y he tenido que ofrecer disculpas y muchas veces he recibido el beneficio de ser perdonada. Pero hay cosas… hay cosas que yo, Maritza De La Cruz, no puedo ni me interesa perdonar. No le digo a usted lector “no perdonarás a quien…” no, yo no mando en nadie, creo y defiendo la libertad, la mía y la suya, así que horrorícese si lo desea o alcance la empatía, pero conózcame, yo solo escribo para desahogarme, cuando lo necesito.

Hay tópicos sagrados como la ideología política, el encebollado, el fútbol, el cine, o la patria, con los que usted puede coincidir o no en preferencias y no pasa nada, pero hay una ley universal inviolable, algo que nos une hasta con la mayoría de los delincuentes, algo que no se rige por normas de color, religión, nacionalidad o nivel socio-económico, esta ley que no debe ser quebrantada bajo ningún concepto es el respeto a lo más sagrado, puro y noble que tiene el ser humano: la madre, peor aún, para quienes hemos sufrido la pérdida de ella: el recuerdo de una madre muerta.

Mientras guardaba las cosas para la mudanza llegué a unas fotos que cuidaba como reliquias porque, para quienes no lo saben, en un anterior cambio de casa en Guayaquil, “desaparecieron” del camión del traslado todos mis álbumes fotográficos. Perdí todas las fotos físicas de mi niñez, mi mamá embarazada, mis cumpleaños… todo. Entre estas fotos estaban las de una persona a quien quise mucho más de lo que puedan imaginar y tras mirarlas dos segundos las boté a la basura.

Este año está siendo bastante agridulce, algunas cosas no han salido como las esperaba, otras han superado mis expectativas, pero hubo un suceso que me marcó hace poco más de un mes, algo que me mató un poquito y me provocó una crisis nerviosa muy fuerte a pocos días de empezar mis clases. Ese alguien a quien yo adoraba y a quien defendía “a capa y espada”, en medio de un cruce de opiniones personales habló de mi mamá, de la manera más cruel y purulenta, intentó cambiar mi percepción de ella, pensó que al decir, entre otras cosas, que mi mami vivía avergonzada y arrepentida de mí yo le creería y olvidaría el amor incondicional que en vida recibí de ese grandioso ser humano, Maritza Mendoza. Pero no fue esta traición -aunque sería más apropiado llamarle “develamiento”- lo que provocó mi crisis, sino la impotencia de no permitirme responder tras las palabras elegidas para  intentar destruirme acompañadas de la herramienta de una rata cobarde: el bloqueo. Estas tres palabras fueron “vive con eso”.

¿Vive con eso? ¡¿Vive con eso?! Por supuesto que vivo con eso, a más de un mes de aquel suceso vivo tranquila sabiendo que ya no hay más máscaras, que pude ver el verdadero rostro de un leviatán en quien confiaba y que solo fingió quererme durante tantos años. Vivo sabiendo que mi madre fue maravillosa y que mi amor por ella no da lugar a duda, que es incondicional y misterioso pues pese a no tenerla viva la amo cada día más. Vivo orgullosa y agradecida de sus lecciones que me enseñaron a superar obstáculos y a reponerme de cualquier dolor, con su ejemplo. Vivo sabiendo que disfruté de un amor transparente y reconfortante, que ni en los tiempos más difíciles me abandonó, que siempre creyó en mí como hoy creo yo en ella.

Yo vivo feliz, con lo mucho o lo poco que me queda, pero con la conciencia tranquila y la cabeza altiva. Cómo vivirá esa persona no lo sé ni me importa, pero violó la ley universal y no habrá publicación del Papa o de la ley de atracción que borre el rostro del monstruo que viene a mi mente cuando pienso en ella. Por eso, por salud mental y para evitar pesadillas, las fotos de los monstruos van a la basura.

La mamá es sagrada.
Su mamá es sagrada.

MI MAMÁ ES SAGRADA.