miércoles, 7 de febrero de 2018

Y entonces, un día, estás sola

Y entonces, un día, estás sola.

La tarde del 7 de febrero de 2012, en el departamento de oncología del Hospital Teodoro Maldonado, me informaban que mi mamá estaba desahuciada, que ya no podían hacer nada más por ella. Tantas rondas de quimioterapia, solo destruyeron su estilo de vida. Ella, mi guerrera, la mujer más sana e interesada por su salud que había conocido en mi vida, se me iba. «Es mejor que la lleves a casa, que pase sus últimos meses tranquila y cómoda» escuchaba el eco de la voz del doctor a lo lejos, mientras sentía que ingresaba a un túnel oscuro y profundo. Sacudí la cabeza, lo miré y pregunté el proceso que debía seguir.

Salí al pasillo y encontré un asiento negro y pegajoso desocupado; recuerdo haber escrito a una gran amiga santarroseña, amiga que estuvo pendiente del proceso que enfrentó mi mami durante casi un año. «Mi mamá se va a morir Kathita», se formaba un nudo en mi garganta, pero no podía llorar, debía hacer trámites, conseguir oxígeno, cama especial… ¿cómo le diría a mi mamá que no había más esperanza?

¿Cómo le dices a tu madre que no verá más a sus niños especiales? ¿Cómo le explicas que debe prepararse para morir?

Regresé a la sala de urgencias, lugar en que una maravillosa señora Rocío le daba de comer a mi valkiria, su último antojo había sido un menestrón y para ese momento mi mamá era mi niña, mi bebé, a quien tenía muy poco tiempo para darle lo que quisiera. Me estaba rompiendo pero no podía llorar, no ante ella, mi mamá no necesitaba eso.

«Mami, debo salir a buscar una cama para usted para que esté más cómoda en casa y poder llevarla mañana». Mientras bajaba la cabeza para comer hice señas a mi aliada resumiendo la situación, se paralizó, le pedí que fuera al baño hasta que recupere la compostura. Acaricié la cabeza de quien había entregado 24 años de su vida por mí, tan frágil, delgada y pequeña. Mi mamá era ahora una mariposa monarca a la cual tenía la oportunidad de proteger hasta que empezara su migración a otro mundo.
«Me van a hacer un electro y no quiero que me vean el pecho mijita» y antes de terminar la frase yo ya estaba semidesnuda en la sala, frente a médicos, enfermeros y enfermos; mi blusa denim tenía botones en el pecho, era justo lo que necesitaba, podía hacer algo por ella. La tapé con ella para que lenta y delicadamente se despojara de la blusa con manga tres cuartos, con rayas intercaladas rosa y marrón que tanto le gustaba porque tapaba las huellas que la quimio había dejado en sus brazos.


«Tengo cólico mami, voy a revisarme, ya vengo». Era mi turno para estallar, desmoronada en un baño de la sala de emergencias del Hospital Teodoro Maldonado lloré, desconsolada como nunca lo había estado. No sabía que 16 horas más tarde conocería otro nivel de dolor infinitamente más grande y vacío. La soledad, fría y gris como una katana afilada me acompañaría iniciada la mañana del 8 de febrero.