domingo, 12 de mayo de 2019

El segundo domingo de mayo


Cada año es igual. A siete años de haber enfrentado la muerte de mi mejor amiga, lo he superado. Estoy completa, soy feliz, tengo una familia, trabajo, estudio, viajo, decoro, debato, leo… soy una persona bastante normal, siguiendo una rutina común. La rutina me mantiene estable, me calma, me da un piso sobre el cual asentarme para crecer. Hasta que aparece el fantasma del segundo domingo de mayo y todos celebran a su madre, los más osados le hacen trabajar el doble en la cocina, los más conscientes la libran de «responsabilidades» inherentes a su cargo (elegido o impuesto). Hoy la llaman, la visitan, conversan con ella, le prestan atención. El día de la madre es cuando los hijos entienden que existe un ser que no descansa a plenitud porque siempre está pensando en el bienestar de sus cachorros, que cada reprimenda le dolió más a ella que a los regañados, porque una madre es como el jardinero que mutila las partes inservibles de una planta, para verla crecer sana, radiante y segura. El jardinero ama a sus plantas, pero sabe que debe podarlas regularmente para que mantengan la energía que les permitirá integrarse adecuadamente al jardín que es la sociedad y si es posible, fulgurar. Al igual que el jardinero que valora y vibra con cada hoja verde, con cada incipiente flor, la madre vitorea primeras palabras, los primeros pasos, el abandono del pañal, las primeras sumas, graduaciones… La madre ve hasta los pétalos más pequeños, algunos incluso desconocidos por la propia planta.

Mi mayor sueño cuando niña, a la par de ser policía y laboratorista, era ser madre. No para satisfacer cánones impuestos a las mujeres, a mí nunca me regalaron un cicciobello ni planchitas, yo jugaba a la guerra entre mis Barbies y los soldados de mis vecinos, pero en mi retina siempre existía el reflejo del ser más maravilloso que pudiese existir y, yo quería, suplicaba a la virgen antes de dormir, que me permitiera ser tan buena como ella. Yo quería algún día ser ella. Amorosa, bondadosa y generosa en extremo, humilde, franca, sensible, luchadora, independiente, hermosa, de exquisita caligrafía; este mundo no merecía su corazón. Tal vez por eso Dios decidió protegerla de tantos sinsabores y regresarla a las estrellas que nos formaron.

Escondida la escuché llorar tantas veces, cuando su familia era dura o ingrata, cuando sus amigas se burlaban o la traicionaban, cuando se sentía vacía porque no le quedaba más para ayudar a otros. No sabía qué hacer, nunca tuve un padre en quien refugiarme, ni un hermano a quien preguntarle. Lo único que podía hacer era ahorrar mis monedas del recreo para ofrecérselas al finalizar el mes en un viejo envase plástico al que yo llamaba alcancía, pero de poco servía porque el resultado era verla llorar, sin esconderse esa vez; al menos parecía llorar de felicidad. Son cosas que ahora, después de haber llorado de hambre, sola en Guayaquil, sin saber qué hacer, entiendo. Creo que es lo que más lastima, ir descubriendo sentimientos detrás de muchas actitudes que de joven parecían naturales. Cuando tu madre dice que no quiere repetir y en realidad sí quiere, pero se está sacrificando por ti, cuando te dice que no tiene sueño y se desvela cuidándote, aunque seguramente no podía más del cansancio y eligió la vigilia por su amor hacia ti. Pienso en todas las cosas que pudo hacer o alcanzar si yo no hubiese existido, sin duda pudo comerse el mundo, pero eligió tenerme y protegerme. ¿Cómo te libras de ese sentimiento? Quieres retribuirle un gramo de todo lo que hizo por ti y solo puedes limpiar y decorar su tumba cuando visitas Ecuador. Haces planes para viajar juntas, comprar cosas para ella juntas, presentarle a tu novio, llevarla a tu graduación, elegir tu vestido de novia… y ya no está, no estará nunca. Se perderá tantas nuevas primeras veces que debieron vivir juntas y duele. Claro que duele, perfora el alma. Cada momento de felicidad te desgarra un poco el corazón porque frente a ti no está el brillo de sus ojos y, en cada momento de tristeza solo hay vacío y frío donde debería estar su cálido abrazo.

Te quieres derrumbar.

Yo quisiera cada fin de semana tumbarme en la cama y llorar porque ya no la veo al regresar de la universidad, pero no puedo. Le debo a ella intentar ser la mejor versión de mí misma. Por ella intento ser buena, comprensiva, generosa y hasta a veces, hacer buena letra. Por ella algún día seré madre y quiero que mis hijos vean el brillo de mis ojos y sientan la calidez de mis abrazos; la seguridad absoluta que su refugio era para mí. Por ella sueño despertar en quienes hereden mi sangre, la mitad de lo que por ella yo sentí. Lo que mi madre, «mi mami»  sentía por mí lo entenderé tal vez cuando sienta un corazón latiendo en mi vientre.

De momento aquí estoy y soy, gracias a ella y para ella.


¡Feliz día, al infinito, mamá!