domingo, 24 de marzo de 2019

Una anécdota comprometedora


Sé que estamos muchos hartos de los políticos que venimos arrastrando, no desde la última década, sino desde que tenemos uso de razón. A mi generación le tocó crecer bajo la sombra de Bucaram y su machismo, su nepotismo y la mochila escolar, Nebot y su deforestación, incapacidad de reducir el tráfico o delincuencia en la ciudad que decidió fuera su hacienda desde hace dos décadas y sus antiguos insultos entre honorables, Lasso y su incapacidad para empezar una carrera educativa de cuatro años, pese a llevar diez años aferrándose a la esperanza de dirigir al país, Correa y la protección a violadores en el sector educativo, secuestros y dudosas «muertes útiles», sobreprecios, lo dejaré aquí porque no quiero tener náuseas tan temprano. ¡ESTOY CANSADA! De ellos y de nuestra poca cultura democrática, de nuestra irresponsabilidad y quemeimportismo que ubica a ese tipo de gente en el poder… personas que son el reflejo de una sociedad enferma, clasista, acomplejada y mañosa.

¿Cuál es la solución entonces? No existe solución a corto plazo, debemos mejorar individualmente para empezar a ver los frutos de nuestra honestidad colectiva en la política. Por eso quiero compartirles una anécdota preciosa y esperanzadora, porque si bien es cierto tenemos muchas taras que superar como sociedad, existen ya en el Ecuador individuos que dan ejemplo de honestidad, de transparencia.

Eran aproximadamente las 07h00 cuando los gritos del controlador me despertaron, anunciaba la llegada al punto de la carretera cercana a Latacunga en el que todos los turistas debíamos quedarnos, porque años atrás, los colectiveros de la ciudad habían prohibido el ingreso de cooperativas interprovinciales a la ciudad (#SocialismoStyle). Desperté a mi recientemente prometido, sus padres; bajamos del bus 52 de la Cooperativa de Transportes Turismo Oriental, tomamos nuestras maletas y subimos al primer taxi con placa legal que encontramos. Tengo principios de artrosis, así que sentía que mi rodilla derecha iba a reventar, no podía con el dolor. Haber viajado tantas horas, con la pierna inmovilizada y estirarla abruptamente, enfrentándola al frío y la altura. Quería llorar, recordaba aquel dolor de haberme fracturado la nariz en un viaje en Colombia años atrás, sumándolo a la fractura de costilla que tuve pocos días después de haber enterrado a mi mamá. No podía dar mala impresión, tres argentinos me rodeaban, «Ecuador es fuerte, sonríe» pensé. Conversé con el amable taxista, como siempre y antes de darme cuenta, habíamos llegado a la terminal de Latacunga. Debíamos esperar a que abrieran las ventanillas de atención para poder llegar a Quilotoa, ese volcán cuya laguna imponente nos robó el aliento años atrás a mi novio y a mí. Busqué un asiento y en ese instante el horror se apoderó de mí. ¡Mi dedo anular izquierdo estaba vacío! Minutos antes estaba vestido con un anillo de oro con brillantes, que me había entregado tan solo días atrás Gonzalo, de rodillas, al recibirme en el aeropuerto de Quito. Palidecí, lo miré y le conté que había perdido el anillo.

Los rostros de los argentinos no puedo describirlos porque la vergüenza de recordar el momento no me lo permite. Pero estudié producción audiovisual. Tuve profesores y luego clientes publicistas que me obligaron a conseguir imposibles. Rastreé al taxista y al conductor del bus que nos habían encaminado hasta Latacunga. En la oscuridad de cada pestañeo me obligaba a recordar cualquier sonido, olor o mirada que despertara la mínima sospecha de la ubicación del dorado comprometedor. Por fin el número de aquel individuo estaba en mi celular, después de 13 llamadas y seis mensajes enviados a diferentes personas desde mi humilde y veterano Huawei, me comunicaba con Aníbal Jarrín, capitán del móvil 52 quien al arribar a la ciudad de Quito se apersonó a buscar mi anillo de compromiso y luego, sin pedir recompensa alguna lo llevó hasta la carretera que conecta Latacunga, Quito y Quilotoa. Mis futuros suegros y prometido llegaban a destino cuando les llamé a avisar que mi dedo anular izquierdo estaba vestido de nuevo.

¿Por qué les comparto esta historia tan vergonzosa y personal? Porque personas como el señor Aníbal Jarrín merecen que sigamos luchando por un Ecuador más justo y transparente. Él tuvo muchas opciones, pudo venderlo, regalarlo o dejarse llevar por la comodidad de un descanso merecido tras un viaje tan largo, pero prefirió junto a su ayudante, agacharse y buscar bajo los asientos de su bus interprovincial, el anillo de una costeña, recientemente comprometida, desesperada. Entonces querido lector, no es nuestra obligación dejar un mejor país a las próximas generaciones, es nuestra obligación reconocer que al día de hoy, en medio de tanta desesperanza y anarquía, existe gente valiosa, justa, correcta, solidaria y ellos son el combustible que necesitamos para identificar nuestras falencias, tomar el control de nuestras vidas y eso incluye asumir las consecuencias de nuestras decisiones cívicas y políticas.

Seamos mejores por y para las futuras generaciones, reconociendo que ese cambio debe empezar hoy, con nosotros. Porque los modelos a seguir o de inspiración están ahí, entre nosotros, en el profesor, en la contadora, en el chofer, en la programadora, en el microempresario, en la doctora, en el fiscal, en la modista, en el lustrabotas, en nuestros abuelos. Hagamos la tarea, investiguemos, estudiemos y decidamos. Entonces, como la solución no es fácil ni a corto tiempo, empecemos el rescate de la República hoy.