No deja de sorprenderme cómo nos mueve el odio, la
envidia o el afán de destruir a otro ser humano… es como que recibimos alguna
extraña satisfacción cuando encontramos un defecto en otro que nos permite
sacar a relucir todas nuestras fobias de manera que no se note que lo que
hacemos o decimos esconde un complejo o simplemente maldad.
Yo, como migrante, suelo buscar cosas que me recuerden a mi país,
Ecuador. Donde encuentro mucho material entretenido es en YouTube, plataforma
en la cual muchas veces vi videos en el canal de Rebeca Lebetkevicius, a quien no conozco, pero jamás me sentí
ofendida. Eran muchos los compatriotas que comentaban e interactuaban con la
joven, nunca vi una crítica negativa… hasta que días atrás un joven subió un
video en el que una venezolana, vendedora ambulante, cometía el sacrilegio de
responder que no le gustan los ecuatorianos por sus rasgos indígenas (le
parecemos feos porque parecemos indios). Allí empezó la cacería de brujas.
Pero cómo empezó la última cruzada pro-xenofobia en
el Ecuador, un individuo, pregunta insistentemente a una mujer, que está
acompañada por su esposo también venezolano, si le gustan los ecuatorianos.
Ella con una sonrisa nerviosa responde que no y ante la insistencia poco
profesional del entrevistador continúa, explicando que a sus ojos son feos
porque parecen indios. ¡BOOM! Sinceramente no me gusta que se utilice la
palabra «indio», prefiero la palabra indígena, sin embargo, tanto la RAE, como
los libros de historia, sociología y más, utilizados para diversos niveles de
estudios, utilizan aquella palabra: indio. A mí no me ofende no parecerle
atractiva a alguien, prefiero que no me cosifiquen y no sientan la necesidad de
juzgar si soy guapa o fea, pues la belleza es subjetiva e irrelevante, por lo
tanto si a alguien le parezco físicamente desagradable, está en su derecho.
Indígena no soy, pero sé que algún antepasado de una etnia originaria de
América debo tener, me siento orgullosa de eso… del mestizaje, de la mezcla, de
toda esa riqueza cultural de la que disfrutamos gracias a ser un continente
construido por migrantes y que de apoco intenta superar viejos conflictos
latentes desde la invasión española. Es precisamente ese orgullo que me
inculcaron por mi país y sus diferentes grupos, que me hace imposible sentirme
insultada cuando me dicen «india», mucho menos cuando he sufrido verdaderos
ataques xenófobos en el país en el que resido y se nota la diferencia entre
decir que algo desagrada a querer la destrucción de una raza entera por
considerarla inferior. La joven del video tuvo una falta de criterio terrible
al no «suavizar» su opinión teniendo una cámara frente a ella. Falta de
experiencia, ingenuidad, nerviosismo, ignorancia… no lo sé, veo muchas cosas en
los videos que hoy circulan, pero no veo maldad en las extranjeras.
Días después alguien recuerda haber escuchado a la
reportera venezolana del lindo canal, Rebeca Lebetkevicius, y decide editar un
video en el que solo se la ve fruncir el ceño mientras imita a una vendedora
ambulante de espumilla y luego explicar por qué se le quitaron las ganas de
probar el maduro asado. Tanta es la mala suerte de la chica, que muchos
ecuatorianos se sienten ofendidos porque en el video explica que ese sonido,
llamativo para ella (recordemos que es extranjera y cada cultura se alimenta de
diferentes características), es «un canto lírico» y más adelante cuenta que
tenía ganas de comer maduro asado pero al ver que la vendedora retiraba lo
quemado con su propia uña, sintió asco y no se animó a probarlo. He buscado el video
original pero lo único que he encontrado son insultos de diferente calibre en
contra de la joven, pero yo recuerdo algunas partes del video, aunque pueda que
me confunda con otros de su canal y no iba en tono ofensivo, me parece que
incluso, al inicio del video ella cuenta que hay mucho sol y de allí el ceño
fruncido. En algunos clips enseñaba a un señor de avanzada edad «cortejando»
incómodamente a una joven venezolana en una óptica (el término es acoso, pero
bueno, evitemos herir más susceptibilidades), en otro contaba lo feliz que
estaba por regularizar su situación migratoria y lo rápido que había sido el
proceso, en otro lo mucho que extrañaba a su país. Yo la entiendo, mucho.
Vivir en el extranjero es duro, más allá de
encontrar cosas buenas o malas, todo es diferente, lo diferente asusta o
incomoda y si estás solo… te quiebras. A mí no me gusta el café argentino,
estoy acostumbrada al dulce y liviano sabor del café zarumeño, extraño los
mariscos frescos de mi Santa Rosa, el plátano, los dulces típicos. Lloro
recordando mis salidas a Sweet & Coffee para conversar, usando mis
modismos, entre amigas y extraño también la comida de la calle, esa a la que le
sacan lo quemado con la uña, que no podemos negar es insalubre, pero es el
sabor al que estamos acostumbrados, es la experiencia que nos hace sentir en
casa. Sin embargo, si alguien editara este escrito, para promover el odio
contra mí, una migrante ecuatoriana en Argentina, para obtener algo de
popularidad reflejados en unos cuantos likes, sería mi perdición, como los
videos editados hoy están destruyendo la vida de venezolanas trabajadoras en mi
patria. Pienso qué sería de mí si no enseñaran que aprendí a amar el asado no
solo por la calidad de la carne argenta sino por la tradición de reunir a familia
y amigos a conversar y compartir mientras se agradece y felicita con aplausos
al asador; si no les dejaran leer lo enamorada que estoy de sus parques
inmensos y el camino de árboles que me cuida sin importar cuál sea mi destino,
si los argentinos no se enteraran de cuánto los admiro por el trato que dan a
mascotas y aunque no lo sepan, el buen sistema de transporte del que disfrutan.
Recuerdo cuando mi papá me contó que mientras vivía en Ecuador, era víctima de
maltrato verbal, por parte algunos compañeros y docentes; el
ser colombiano aparentemente lo hacía merecedor de ser comparado con un
traficante y a sus coterráneas con sexo servidoras. Siempre viene a mi memoria
la aclaración que él hizo «algunos», esa minoría de gente mala y de alma triste
que disfruta de provocar dolor a terceras personas, mucho más cuando puede
defenderse en la falsa bandera del patriotismo, cuando todos sabemos que las
fronteras son líneas imaginarias y que todos somos hermanos.
Yo pido perdón por esos miles, de ecuatorianos que
han destilado odio todos estos días, en contra de mujeres extranjeras que
tuvieron la ingenuidad de pensar que en mi país serían libres y que su visa
estaba condicionada únicamente a mantener una buena conducta y ganarse el pan
honradamente. Les aseguro que somos más los que no odiamos, a quienes no nos
importa si les parecemos guapos o feos, los que no somos más ecuatorianos por
ofenderlas y pedir su expulsión, los que creemos que tienen libertad para
expresarse aunque no nos guste que señalen nuestros defectos. A ustedes
ecuatorianos que han preferido seguir el juego del odio: abran los ojos. Hay
temas mucho más importantes que dedicarnos a destruir la vida de personas que,
sin necesidad de sus ataques, ya sufren por estar lejos de sus familiares, viendo
impotentes cómo su país se desgarra. Si crees que un extranjero se equivoca en
sus apreciaciones, enséñale tu verdad, preséntale gente buena, sé bueno con él,
enséñale los lugares hermosos que tiene el país, cuéntale la historia de
nuestros indígenas y porqué los admiramos tanto. Si a pesar de todo eso, el
extranjero no cambia su opinión, está en su derecho, Ecuador no es el mejor
país del mundo, no tiene el segundo mejor himno, todos los países tienen cosas
bellas y algunas cosas que nos incomoden, todos, está en nosotros elegir con
qué nos quedamos y sobre todo respetar las opiniones de los demás. Yo amo al
Ecuador como el japonés ama su país y el venezolano ama a Venezuela.
No más odio, no más xenofobia.